Bienvenido a Malvinas

Las bombas estallaron, el terror recorrió su espalda, la guerra había comenzado. Con eso, otro método de tortura de la última Dictadura Cívico-Militar. “Que vengan los ingleses, que me maten o que me salven, pero que vengan”, pensaba José Luis, que llevaba la panza vacía y la carta de su padre contra el pecho. Su historia como radiografía de época, en la segunda (2/3) parte del adelanto del libro Sobrevivir Malvinas.

* Ilustración: IlustraZom.
* Esta nota es la continuación de Irás a Malvinas.

José Luis Aparicio había bajado del Boeing la mañana del 15 de abril y se dirigió, junto a su grupo, a una cocina donde repartían matecocido con leche y rodajas de pan. Debían responder a las órdenes del Cabo Remigio Díaz, un hombre rudo, de cara redonda y ojos pequeños, proveniente de Tucumán. Era el jefe del grupo apoyo de la Primera Sección y se jactaba frente a sus soldados de haber matado guerrilleros en el Monte de Tucumán. Díaz se acercó hacia ellos con cara de pocos amigos.

—¿Qué se piensan, soldados? Acá no se viene a desayunar como en casa, acá se viene a defender la patria, carajo ¿me escucharon? Agarren el equipamiento que tenemos que ir al pueblo. Recuerden que está terminantemente prohibido interferir o hablar con la gente ¿se entendió?

—Sí, mi cabo —respondieron al unísono mientras daban el último trago de mate cocido.

El pueblo quedaba aproximadamente a 10 kilómetros de allí. Se incorporaron, tomaron las armas y caminaron por calles de asfalto perdidas en el campo. En el horizonte se divisaban montañas y al costado el campo repleto de ovejas pastando. Luis llevaba colgado el cañón en la espalda, Andreoli transportaba los proyectiles y Juan Estella el equipamiento restante. Nadie hablaba, solo se escuchaba el traqueteo de las botas. “Las casitas del pueblo eran de chapa, muy pintorescas, con colores de los barcos que se encontraban en la costa, eran azules, rojas y amarillas. Me pareció muy lindo el pueblo, era chiquito y estaba sobre una colina. Me quedó la imagen de unos chicos y chicas jugando en unas hamacas en un jardín. Qué contraste increíble, pensé. Los pibes hacían su vida igual, estaban en su casa y nosotros estábamos en una guerra”, contó.

Al llegar a Puerto Argentino se acercaron a un establecimiento cercano al Hospital Central de Malvinas y pasaron la noche allí. Dentro del lugar había una decena de soldados del Grupo Comando que comían mientras miraban Tom y Jerry en una televisor de 14 pulgadas.  Luis no lograba conciliar el sueño, miraba al cañón y lo invadía una sensación de malestar e inseguridad. ¿Cuál era el sentido de llevar de un lado a otro ese pedazo de metal que no funcionaba?, pensaba. Se acurrucó contra la pared, cerró los ojos y recordó a su madre y a su hermano cuando lo despidieron en el Regimiento. Una sonrisa fugaz cambió el semblante de su rostro hasta dormirse.

Al día siguiente caminó junto a 500 soldados por una bahía dejando atrás al pueblo hasta llegar a la planta de agua de Malvinas. Cerca de allí, había una cocina donde una fila de soldados aguardaba su turno para llenar un tarro de lata con mate cocido. Después de desayunar la orden era subir unos cerros hasta establecer posición en el Monte Longdon. “Subimos unas montañas y a medida que íbamos caminando, el regimiento se fue desplegando en las diferentes compañías. Cuando llegamos al Monte Longdon se dividieron las secciones en los lugares que les habían sido asignados. Yo estuve en la primera sección de la Compañía B”, precisó.

Desde la cima del Monte Longdon se podía divisar el Río Murrell, pequeños valles de piedra, el Monte Kent, parte del Monte Dos Hermanas, el Monte Tumbledown y el pueblo. La vista era pintoresca y prevalecía el silencio, que a veces era interrumpido por el vuelo rasante de los aviones Mirage argentinos. Juan Domingo Baldini, jefe de la primera sección del Regimiento 7 de Infantería, estableció la división del pelotón de cincuenta soldados en la extensión de la montaña: grupos de dos tiradores de FAL, FAP y cañones, y el emplazamiento de dos ametralladoras MAG apuntando hacia donde él creía que vendrían los ingleses. La posición de Baldini se ubicaba en una depresión, al resguardo, donde el viento era menos intenso; un mérito del que podía gozar por sobre el resto de los demás soldados. Luis sabía que Baldini era bravo, un militar rígido y verticalista de apenas 25 años que infundía temor en todos sus soldados, castigándolos cuando las cosas no salían al pie de la letra. Aunque no tenía contacto a diario con él, Luis era consciente que, de todas maneras, debía lidiar con el maltrato de Díaz.

El cabo Remigio Díaz tenía conocimiento e información de cada uno de sus soldados a cargo, sabía que Luis era estudiante universitario y eso lo fastidiaba. Los primeros días en Malvinas, Díaz hizo sentir el rigor. Un ventoso día de abril, se acercó a un grupo de soldados que hacían guardia y se dirigió a Luis, arrebatado y vehemente al mismo tiempo, parecía que se le salían los ojos.

—¡Aparicio! Hágame una posición con piedras y una chimenea, rápido. No sea cosa que cuando prenda fuego se me llene de humo porque lo voy a hacer cagar, soldado puto.

Antes del atardecer la posición de Díaz debía estar lista. Luis confeccionó un pozo relativamente grande y construyó, junto a Juan Andreoli, el emplazamiento con una pequeña chimenea y un hogar dentro, una comodidad extraordinaria que no era comparable con las simples posiciones de los demás soldados.

Luis estaba a treinta metros de Baldini, con Andreoli y Estella en una posición cimentada con piedras, una especie de trinchera con techo de lajas. La cima del Monte era un terreno pedrusco, árido, en donde el viento era intenso y las lluvias se repetían a diario, provocando que las posiciones se inundaran y obligando a los soldados a improvisar refugios con paños de carpa al aire libre. “El clima de Malvinas es insular antártico, había mucho viento y durante el día estaban todos los climas. Por ahí amanecía con llovizna, con niebla, y después se levantaba y de la nada aparecía un sol radiante. A la tarde se nublaba y por las noches se despejaba y se veían las estrellas. Muy cambiante, el frío fue gradual, nosotros llegamos en abril. Se fue poniendo espeso a medida que pasó el tiempo”, recordó.

Los últimos días de abril las conversaciones giraban en torno a una posible conciliación entre Argentina y Gran Bretaña. Luis tenía el presentimiento de que lo peor estaba por venir, pero prefería no decir nada a sus compañeros. Fumaba mientras estaba de guardia y los escuchaba especular sobre lo que podría suceder.

—Mirá si van a cruzar el océano para venir hasta acá, son miles y miles de kilómetros…

—¿Y si vienen?

—Si vienen los sacamos cagando por piratas hijos de puta.

Eran tres y la guardia fuera de la posición era de dos horas cada uno, permaneciendo dos soldados dentro. La comida si bien no abundaba, alcanzaba para cubrir las necesidades: mate cocido y pan para desayunar, guiso o locro para lo que restaba del día, y cigarrillos para calmar la ansiedad.

El 27 de abril por la tarde, Luis recibió una carta de su familia junto a una encomienda, mientras que sus compañeros solo habían recibido cartas. Metió el papel dentro del bolsillo del pantalón y abrió la caja de zapatos. Había azúcar, blisters de mermelada, chocolates, un frasco de capuccino, cigarrillos y una petaca de licor de dulce de leche Tres Plumas. Ese mismo día por la noche leyó la carta en silencio, la letra era de su padre. Le contaba cómo estaban su madre y su hermano, lo que se decía en la televisión sobre Malvinas, y daba una serie de recomendaciones y consejos característicos de un padre preocupado por la salud de su hijo. Luis no pudo evitar pensar en ellos, los extrañaba. Guardó la carta en la chaquetilla creyendo que le podía servir para sentir a su familia cerca y se dispuso a fumar un cigarrillo esperando su turno en la guardia.

La guerra golpea la puerta

“Eran las 4.44 del primero de mayo y si bien se hacía guardia todo el tiempo, yo estaba dentro del pozo, se sintió el ruido y el piso tembló”. La explosión lo despertó e inmediatamente un escalofrío le recorrió la espalda. Sus ojos quedaron atónitos ante el fuego y el ir y venir constante de los Harriers, que sobrevolaban la isla irrumpiendo la monotonía habitual del cielo. Las baterías anti aéreas argentinas respondían, obligando al repliegue de las aeronaves que se llevaban todas las miradas. Luis estaba paralizado, aún somnoliento, queriendo salir del asombro y comprendiendo en ese mismo instante que la guerra había comenzado.

Los bombardeos eran habituales durante la primera semana de mayo y los movimientos de tropas eran más continuos que los días anteriores. Luis sabía que los ingleses no tardarían en llegar y su preocupación por el armamento era cada vez mayor, teniendo en cuenta que solo contaba con una pistola Browning 9mm y tres cargadores. El cañón no funcionaba, él lo sabía desde que había salido del Regimiento. Era un pedazo de hierro sin ninguna función que servía para formar parte del decorado de soldado. “Cuando estaba en el Regimiento 7 me doy cuenta que el cañón no andaba, no funcionaba el percutor. Le dije a mi jefe de grupo y me sacó cagando. Le dije al encargado de compañía, no me dio bola. Le dije a Baldini y me dijo que vaya igual así. Me mandaron a la punta del Monte Longdon con eso…”, contó.

Sentía temor y bronca al mismo tiempo, estaba en el frente y era inminente la llegada de los ingleses. Sus superiores, en vez de solucionar el problema que tenía el armamento, le enviaban más municiones a su posición. “Me mandaron 51 cajas de municiones, 102 proyectiles que nadie quería tener cerca porque si caía un bombazo ahí explotaba todo. Yo tenía que tener cerca de mi posición esas cosas. Muchas terminaron en el piso de mi pozo, lo agrandamos, pusimos las cosas abajo y sobre eso dormíamos”, recordó.

El 15 de mayo vio a su compañero de posición Juan Estella recostado en una piedra, pálido y tembloroso, con la mirada desorientada y el cuerpo afiebrado. Hacía días que no salía de la posición, sufría una descompostura que le impedía movilizarse y realizar tareas operativas. Estella había sido asistente de Baldini durante el Servicio Militar y por su rol de combate y conocimiento del equipamiento reemplazaba a un soldado que originalmente debía estar presente en Malvinas. Procedente de Plátanos, partido de Berazategui, su estadía en Malvinas no se prolongó durante más tiempo, ya que al día siguiente lo evacuaron, quedando en la posición solo Juan Andreoli y Luis.

Días después, se incorporó al grupo un nuevo soldado: Javier Aguirre Bengoa, un soldado conscripto del Regimiento 7 que no había realizado el Servicio Militar y que, consecuentemente, no había llevado a cabo los períodos de instrucción, indispensables para la adaptación, ya sea para soportar las hostilidades del clima o de un posible enfrentamiento. Aguirre Bengoa estaba en otro lugar de la isla, cubriendo otra posición hasta que fue designado a la cima del Monte Longdon.

A medida que transcurrían los días la combinación de frío, viento y lluvia era insoportable, obligando a los soldados a guarecerse dentro de las posiciones. Las noches eran cada vez más largas y daban lugar a conversaciones filosóficas interminables, ignorando de alguna manera la crueldad del clima y de todo lo que ocurría fuera. La comida se había convertido en el tema central de las charlas, dando lugar a la imaginación visual y olfativa.

Desde que se había producido el ataque a Puerto Argentino las raciones de comida habían disminuído considerablemente por el bloqueo, y el hambre comenzaba a jugar en la cabeza de Luis y de sus compañeros que hacían lo imposible para conseguir algo para comer. Las ovejas eran manjares prohibidos por los mandos superiores, quienes estaqueaban a los soldados si desobedecían la orden. “El estaqueo era un castigo que hacía el oficial o quien ordenara, generalmente por desobedecer órdenes o porque los descubrían escapando de la posición, pero comúnmente era por ir a buscar comida. Se trataba de tender a un soldado sobre la tierra y atarlo de pies y manos para que no se mueva, por un tiempo, algo inhumano en el siglo XX. Nosotros estábamos domesticados. No se nos ocurría revelarnos, teníamos tanto miedo a la represalia que no nos animabamos a irnos aunque nos estuviéramos muriendo de hambre”, declaró.

Aunque sabía que los cabos y los suboficiales comían bien, trataba de controlar la situación pensando en otra cosa o conversando sobre temas triviales con sus compañeros de posición. Las condiciones para un posible enfrentamiento eran adversas. El deterioro de los jóvenes soldados argentinos era evidente, muchos se habían dejado estar, estaban sucios, y deambulaban buscando un sentido a todo aquello que los rodeaba. Los bombardeos, el hambre, el sueño y la incertidumbre eran desgastantes.

Hacia finales de mayo Luis vio a unos helicópteros ingleses que transportaban cañones hacia el Monte Kent, una montaña con una altitud de 458 metros, situada frente al Monte Longdon. Aquella postal no era para nada alentadora y daba para preocuparse. Los días posteriores confirmarían lo que era previsible. Las explosiones de los cañonazos hacían vibrar a toda la montaña y sacudían las trincheras de los soldados, que ya estaban abatidos psicológicamente. “Fue un proceso de dos meses en el que nos fuimos sintiendo así todos, incluso Baldini en el último tiempo ya no pensaba igual. Los tipos la hicieron muy bien, nos tiraban bombas todo el tiempo, nos cañoneaban, entonces creo que ellos sabían cómo estábamos”, expresó.

No encontraba la forma de conciliar el sueño. Entre las guardias, los bombardeos que venían del mar y de la montaña de enfrente, y el hambre, no había forma de descansar. Para resolver ese problema se juntaron con los compañeros de la posición de al lado, que también eran tres, en donde uno hacía guardia y los demás descansaban. Jorge Suárez, Ernesto Alonso y Jorge Martire, estaban a cargo de una MAG, una ametralladora con gran poder de fuego que se utilizaba apoyada sobre una superficie con un bípode. Con los nuevos compañeros el tiempo pasaba más rápido, había historias nuevas que escuchar y nuevas suposiciones sobre los destinos de cada uno de ellos.

Los primeros días de junio ingresaron nuevas tropas para reforzar el Monte, soldados que operaban un radar terrestre y nuevo armamento como ametralladoras y antiaéreas de la infantería de Marina. Los observadores adelantados de la artillería corregían desde la cima de la montaña los disparos de los cañones argentinos a través de una radio. Luis, pese a todo, seguía preocupado por ingerir algo de comida. Tenía el estómago vacío hacía unos días y eso le provocaba un terrible dolor en la panza, no pensaba en otra cosa que no fuera comer, la guerra era solo contra el hambre. “El hambre te gobierna todo pensamiento, te transformas en un animal, lo único que hacés es buscar algo para comer. No había ninguna razón para pasar hambre porque entre los depósitos de comida y nosotros habían argentinos…”, contó.

Era tal el estado de desesperación y de indiferencia por parte de sus superiores que deseaba que pasara algo que cambiase el rumbo de su situación. Abatido, sentado en una piedra mirando hacia el frente pensaba: Que vengan los ingleses, que me maten o que me salven, pero que vengan. En ese preciso momento recordó que de chico soñó que era soldado, que estaba en una guerra de la que salía victorioso. Ahora miraba a sus compañeros, muertos de hambre, sin salida, a miles de kilómetros de sus casas. Aquel sueño se desintegraba, y los ingleses estaban por encontrarlo…

*Continúa aquí*