José Luis quería zafar del Servicio Militar Obligatorio, porque aunque se decía que si el mundo tiraba para abajo era mejor no estar atado a nada, él anhelaba terminar la escuela para estudiar en la Universidad Nacional de La Plata y vivir cerca de su familia. Su historia como radiografía de época, en la primera parte (1/3) del adelanto del libro Sobrevivir Malvinas.
Soldado conscripto Aparicio, José Luis, clase 61
Encendió la radio para escuchar el sorteo, sintonizó la frecuencia y subió el volumen. Luis estaba nervioso y quería zafar, hacer el Servicio Militar no estaba en sus planes. No se imaginaba obedeciendo órdenes o simulando maniobras militares, solo pensaba en terminar sus estudios secundarios para luego inscribirse en la Universidad. La radio se escuchaba mal, la interferencia hacía que Luis acercara su oído al parlante. Su número estaba por llegar, desplegó la antena por completo y cerró sus ojos.
—Al número de orden 517 le corresponde el número 640 —anunció el locutor como si fuese una máquina contestadora.
Una sensación de angustia se apoderó de su cuerpo, se miró al espejo y por un segundo se imaginó con el pelo corto, la ropa y el gorro de soldado conscripto. Pidió una prórroga del Servicio para poder terminar sus estudios y el 23 de marzo de 1981 ingresó al Regimiento 7 de Infantería. “Era algo tan metido en la cabeza de la gente que lo terminabas aceptando. No era para nada gracioso, tenias que ser lo suficientemente listo para que no te tomen de gil y tampoco hacerte el vivo, esas cosas eran los consejos que todos te daban, había que ser término medio”, contó.
En mayo de 1981 llegó la primera instrucción en San Miguel del Monte, en la estancia “Los Cerillos”, propiedad del reconocido financista alemán Otto Bemberg. Allí, Luis obtendría una perspectiva de lo que significaba ser un soldado, conocimientos básicos sobre la diferencia de los rangos y prácticas de tiro con fusil. La estancia era un monte extenso que alojaba a una brigada de 5000 soldados, en donde se había montado un campamento para permanecer durante dos meses.
Nunca había tocado un arma y nunca había disparado hasta la instrucción. Rápidamente aprendió a desarmar el fusil y memorizó el nombre de cada una de las piezas que lo integraba. Era certero en los disparos y con el tiempo su apellido comenzó a ser nombrado por las jerarquías superiores. Luis se echaba cuerpo a tierra, tomaba aire y apuntaba con un ojo semicerrado, apretaba el gatillo e instantáneamente soltaba el aire de sus pulmones, la mayoría de las veces daba en el blanco de la figura. Por las mañanas nunca faltaba el grito exacerbado del jefe de la brigada: “¡Esto no es una colonia de vacaciones, acá se aprende a ser soldado!”.
Levantarse a los tumbos, vestirse prolijamente a contrarreloj y alistar el fusil eran tareas comunes que incorporaba en su nueva vida como infante. Las patrullas y la navegación nocturna implicaban un gran desgaste físico, noches sin dormir y el cuerpo extenuado. Veía a muchos de sus compañeros agotados y se daba cuenta que su estado físico era superior, que los años de entrenamiento como atleta le habían servido. Nunca imaginó insubordinarse ante una orden, sabía que no era conveniente. “No estaba en la estructura mental de un ser humano oponerse a una orden que los superiores te daban. Los que se oponían a presentarse para ir al Servicio Militar tenían que pasar cuatro años presos y los que desertaban estaban condenados a cuatro años presos en el calabozo del regimiento. No había forma de oponerse, lo reconsiderabas”, expresó.
En julio del mismo año la segunda instrucción se llevó a cabo en el Parque Pereyra Iraola. Caminó junto a sus compañeros desde el Regimiento 7 hasta la reserva. Dado que los resultados de las prácticas de tiro habían sido buenas, le asignaron un cañón de 90, un arma crucial para la infantería destinado a la destrucción de tanques. A Luis lo asistían dos compañeros, uno que se encargaba de trasladar las municiones y otro que preparaba el cañón antes de disparar. “Una bazooka es un cañón que se coloca en el hombro y sirve para tirarle a un vehículo en movimiento. Tiene un gatillo, que al percutir rompe algo en la munición que larga una llamarada larga hacia atrás y sale para delante. Cuando choca eso no explota, tira un chorro caliente, un metal fundido que perfora la armadura de los tanques”, explicó. Los objetivos eran colectivos viejos, que luego de ser impactados quedaban reducidos a chapa retorcida y consumida por el fuego. Luis permaneció dos semanas a la intemperie, sobreviviendo con el mínimo equipamiento: manta, bolsa de dormir y poncho impermeable, con el infortunio de advertir que sus manos estaban infectadas. No dudó en escaparse de la instrucción con un compañero que vivía en Villa Elisa para curarse y volver para cubrir su guardia, sabía que el resto también rompía las reglas.
Antes de irse de baja, la última instrucción fue en General Acha, La Pampa. Un cuerpo del ejército de 10.000 soldados realizaban maniobras conjuntas y simulacros de combate. Luis era un infante, hacía patrullas y simulacros de asaltos, todo lo que había aprendido en las anteriores instrucciones con la diferencia que circulaba en tanques de guerra, transporte de tropas y se movilizaba en helicóptero. Fue designado a la compañía Comando, un grupo de 30 soldados con más aptitudes que el resto, que realizaba un entrenamiento adicional, como lo eran las patrullas nocturnas y los simulacros de ocupaciones, como lo fue la toma de una radio que, según los superiores, estaba en mano de los subversivos. El entrenamiento se basaba en saber desenvolverse en posibles enfrentamiento con guerrilleros, tomar el control de la situación. Se retomaron las prácticas de tiro y Luis nuevamente demostraba ser muy eficiente en los disparos. Cuando pegaba en el centro de la figura, se incorporaba y haciendo el saludo militar gritaba ¡Viva la patria, maté a un chileno! El conflicto del Beagle estaba latente y el vecino país se había convertido en el enemigo externo.
Desembarco y citación
El 13 de noviembre de 1981 se fue del Servicio con baja provisoria. A los 20 años Luis ya era Maestro Mayor de Obras y trabajaba en una empresa constructora que realizaba obras públicas menores de agua corriente. Su intención de seguir estudiando seguía en pie desde que había terminado sus estudios secundarios, y así fue que en marzo de 1982 comenzó a cursar el primer año de Ingeniería en Construcción, dado que el año anterior había aprobado el examen de ingreso a la carrera.
El 2 de abril viajaba junto con su jefe en una camioneta Ford F-100 hacia Berisso para pagarle al jefe de una cuadrilla por un trabajo encomendado. Con el tiempo el joven Luis se había ganado su confianza, era responsable y eficiente en el trabajo, cumplía siempre con las tareas que le asignaba. En la camioneta llevaban una importante suma de dinero y por eso su jefe le había pedido que lo acompañe. En la calle había más movimiento de lo normal, conversaron sobre ello pero no le dieron demasiada importancia y siguieron viaje. Al llegar a Berisso, la gente desbordaba las calles y agitaba con euforia pequeñas banderitas argentinas. Saltaban y cantaban alegres, abrazados y emocionados, una escena que Luis ya había visto cuando argentina ganó el mundial de fútbol en 1978. Su jefe paró la camioneta, él bajó el vidrio y se dirigió a una persona que repartía banderas en la esquina.
—¿Qué carajo pasa, porque la gente está en la calle? —preguntó Luis un tanto ofuscado teniendo certeza de cuál sería la respuesta.
—Tomamos las Malvinas, joven ¡Las Malvinas son argentinas!
En ese preciso momento sintió que el mundo se le venía abajo, pensó en el trabajo, en la facultad y en la remota posibilidad de ir al sur. Miraba a la gente exultante, a los chicos correteando con banderas, papelitos que flotaban en el aire y las bocinas que provocaban un sonido ensordecedor. Su jefe lo miraba condescendiente y le golpeaba la espalda como una buena señal, como si no hubiera de qué preocuparse. “Me di cuenta que se iba a armar y me iban a mandar, yo estaba de baja pero provisoria. Estuve todo ese día muy nervioso, estaban todos contentos menos mi familia y yo. Mis compañeros estaban adentro del Regimiento… así fue que me enteré”, contó.
El 8 de abril de 1982 Luis llegó a su casa a la medianoche. Sus padres estaban en el comedor mirando el noticiero de Canal 13, hacía poco habían terminado de cenar. Su hermano dormía y él, como todas las noches, leía antes de irse a acostar. El ruido de un auto lo desconcertó e hizo que se distrajera de la lectura. Sonó el timbre y al poco tiempo se escucharon unas palmadas. ¿Quién es a esta hora de la noche? pensó. Su madre abrió la puerta y vio a dos hombres vestidos con uniforme militar y un jeep verde estacionado que permanecía encendido.
—¿Acá vive José Luis Aparicio? —preguntó el hombre mientras sacaba un cigarrillo del bolsillo de su camisa.
—Vive acá, sí. Yo soy la madre ¿qué necesitan?
—Señora, su hijo tiene que presentarse mañana en el Regimiento, a las 12 del mediodía —aseguró el otro mientras le entregaba un papel.
Luis había escuchado todo desde su habitación. Su madre le entregó la notificación y le dio un abrazo, no hablaron demasiado sobre ello. La citación era un papel pequeño con una breve explicación detallada de lo que debía llevar al día siguiente: “Aparicio, José Luis: presentarse el 9 de abril al Regimiento 7 de Infantería Mecanizada ‘Coronel Conde’ a las 12:00 AM. Llevar kit de curación, tela adhesiva, papel, lapicera y elementos para coser ropa”. Se tiró en la cama y no pudo conciliar el sueño lamentando que debía resignar el trabajo y los estudios. Era un deber y no podía oponerse. “Apenas llegamos al regimiento yo estaba preocupado, me daba cuenta que no era joda, nos dieron ropa y había gran cantidad de soldados. Pasamos por la sala de armas y nos dieron el armamento, no nos decían qué iba a pasar, sabíamos que íbamos a irnos pero no a dónde”, relató.
La máquina de cortar el pelo le dio la bienvenida al Regimiento. Sentado sobre una banqueta de madera observaba como el pelaje caía al suelo cuando el aparato rozaba su cabeza. El hombre que hacía de peluquero era grosero, y parecía disfrutar el momento en el que la máquina cortaba los mechones largos de pelo. Tardaba no menos de cinco minutos con cada uno y gritaba con énfasis ¡El siguiente!
Estuvo tres días en el regimiento y en el último día le hicieron preparar un bolsón con ropa, carpa poncho y colchoneta, elementos indispensables con lo que contaba un soldado. ¿A dónde nos llevan, para qué tanta preparación? pensaba. El movimiento dentro del Regimiento le generaba extrañeza, soldados a las corridas, gritos de los oficiales… En la sala de armas le entregaron un cañón de 90mm que, al accionar el percutor, se dio cuenta que no funcionaba. Él sabía que de los tres cañones que había, funcionaba uno y no era el que tenía en sus manos. Los micros de línea de la ciudad ingresaron dentro del regimiento a la medianoche e inmediatamente los soldados subieron con los bolsos y el respectivo armamento. Luis acomodó el bolso entre sus piernas y colocó el cañón a un costado. El segundo jefe del Regimiento 7, Carlos Eduardo Carrizo Salvadores, subió al micro y pidió silencio. Era un hombre fornido, de prominente bigote y llevaba el pelo peinado hacia atrás.
—Soldados, mañana nos vemos en Islas Malvinas.
El silencio se hizo generalizado. Todos se miraban unos a otros, preocupados porque no habían tenido la oportunidad de avisarle a sus padres. El chofer encendió el micro y el portón del Regimiento 7 se abrió. Luis abrió la ventanilla, vio a su mamá y a su hermano y gritó a viva voz ¡Nos vamos a Malvinas! ¡Nos vamos a Malvinas!
Llegó a El Palomar, una base aérea de Morón, el 13 de abril a las 2 AM. Cargó el bolso y el cañón a un costado de la pista de aterrizaje hasta que le dieran la orden de arribar al avión que lo llevara a Río Gallegos. Se subió a un boeing 707 con el fuselaje desmantelado, acomodó el bolso a un costado y se sentó en el piso, con el cañón entre las piernas. Nunca había viajado en avión. “Éramos chicos de 19 años que trataban de negar lo que iba a pasar. En el avión por ahí uno decía ‘no va a haber guerra’, yo le contestaba ‘y mirá, son ingleses’. Daba la casualidad que había estudiado un poco de historia, yo creí que siempre iba a haber guerra, otros no lo creyeron”, contó.
A las 3:15 AM arribó al aeropuerto de Río Gallegos. Estaba nervioso y para calmar la ansiedad le pidió un cigarrillo a Juan Andreoli, su asistente de cañón. Las primeras pitadas lo marearon, no acostumbraba a fumar con regularidad. Hablaron sobre un hipotético arreglo diplomático entre Argentina y el Reino Unido, imaginaron cómo serían las Malvinas, sus paisajes, el clima… El 14 de abril a las 4:30 AM ingresó a un boeing 737 que tenía como destino el aeropuerto de Islas Malvinas. Problemas en el aterrizaje llevaron a que el avión volviera a Río Gallegos. Unas horas después, el Boeing despegó y el 15 de abril a las 7 AM Luis ya estaba en Malvinas. “Ver a las Malvinas desde el aire fue increíble, eran bellísimas, era tan recortada la costa y tenía tantos colores, verde, azul… Tenía bahías chiquitas donde el agua tenía otro color. Fue una imagen realmente muy bonita, nos quedamos todos con la boca abierta. Eramos pibes de 19 años, teníamos la idea de hacer un gran campamento, estábamos absortos, ante tanta belleza. Cuando llegamos todo era pintoresco, nada que ver con lo que fue después”…